De repente el ruido cesó, se oyeron voces, después empezaron a sonar los disparos. Todo pasó muy rápido, mi cabeza quedó debajo de sus piernas, en ese momento no sabía dónde estaba él, pero él si sabía dónde estaba yo ya que movió sus piernas para cubrirme debajo de ellas. Dijo mi nombre pero al poco tiempo dejó de hablar, sí podía seguir notando su respiración y su corazón. Me quedé tumbada en su pecho durante un tiempo, imposible saber cuánto. Luego llegó la policía y dijo que teníamos que salir, no quería dejarle, pero me obligaron a separarme de él. Nos llevaron fuera a la calle y no nos dejaron volver. Mientras me limpiaban la sangre me dijeron que le estarían curando.
Pensamos ahora en París, pero este testimonio podía haberse dado en los atentados en Líbano un día antes, en Turquía el mes anterior y se seguirán sucediendo esporádicamente en cualquier ciudad del mundo: será Aleppo, Islamabad, El Cairo, Tel-Aviv, Boston o Madrid, pronto el terrorismo encontrará la forma de irrumpir en nuestra cotidianidad.
Lo que hoy llamamos terrorismo es una actualización llena de innumerables matices de otro tipo de guerras desiguales que han plagado la historia, algunas nobles y justas, otras regidas por intereses personales, algunas económicas, políticas y sin duda, religiosas. El aglomerante religioso que conforma el yihadismo y todas las formas en las que se ha manifestado durante los últimos 25 años, hace que se asocie, cuanto ni más se equipare, al propio Islam a estos movimientos. Esta homologación, inculcada en la sociedad occidental por varios agentes que no me atreveré a abordar en este post, conforma uno de los mayores peligros para nuestra sociedad, pues es para este movimiento la base de una de las pocas armas lo suficientemente poderosas como para conseguir una victoria sobre el enemigo, que es sin más, la sociedad que todos nosotros conformamos.
Esta sucesión de guerras desiguales, sea cual fuere su caso particular, nos enseña que hay pocas formas para el bando débil de derrotar al adversario. Todas estas estrategias tienen dos aspectos fundamentales: por un lado se intenta hacer desistir al contrario de su dominio, por falta de rentabilidad o interés frente al coste del combate; por otro, se busca la legitimación de su lucha en el ámbito en el cual pueden encontrar apoyos. Esta legitimación, puede conseguir en algunos casos ser lo suficientemente grande como para proveer del poder económico y social suficiente para conseguir la victoria, nombrar casos vuelve a ser una terapia peligrosa, pero seguro que al lector se le viene a la cabeza más de uno.
Busca de legitimidad en el aliado y desistimiento en el enemigo, el juego con estas dos variables en lo que a la lucha terrorista se refiere es vital, ambas herramientas bien combinadas pueden utilizarse de forma cíclica, actuando una sobre otra como contrapesos.
Esto es, el ciclo se inicia con una acción terrorista, ya sea contra objetivos civiles o económicos (o ambos), esto da lugar a una reacción en caliente del bando dominante, que intenta atacar al grupo terrorista de forma probablemente poco efectiva dada su inmediatez y previsibilidad. Este ataque causa en la mayor parte de los casos estragos en la población civil donde la insurgencia se esconde. Tras un tiempo de retiro, éstos saben cómo aprovechar el sufrimiento de esta población para ganar legitimidad en la lucha, para esta legitimidad actúan de forma catalizadora ingredientes como la identidad nacional o regional, la histórica, la étnica y la más efectiva, la religiosa. Posteriormente se pasa a un estado de calma en el que el desistimiento vuelve a imperar. De forma inesperada y elegida por el bando débil el ciclo vuelve a iniciarse con otro ataque. Para la segunda ocasión la lucha del grupo terrorista tiene más apoyos que en el ciclo anterior.
Es de vital importancia por tanto no perder la perspectiva de los acontecimientos, un ataque dentro de una guerra desigual no hace sino reactivar el ciclo, un círculo vicioso donde la fuerza dominante puede acabar cayendo hasta el punto de perder esta situación inicial de dominio. En el caso de occidente contra los extremismos islámicos, es todavía algo más que una quimera, pero la deriva es inequívocamente desfavorable hacia nosotros.
El ciudadano occidental y especialmente el europeo actúa con una desidia incontestable hacia los actos de barbarie que se dan en el resto del mundo, bajo su burbuja de seguridad diaria, vive aletargado del sufrimiento en el extranjero, hasta el punto que se sorprende de ver llegar a gente que huye de la violencia en sus costas. Siria, Kurdistán, Palestina, Argelia, Sáhara y resto del África subsahariana, son conflictos que están a pocas horas de avión de nuestras fronteras y que parecen no incumbirnos, vetamos incluso la participación de nuestros ejércitos en estos conflictos. En este punto cabe preguntarse si el ciudadano occidental de hoy en día es capaz de interiorizar el sufrimiento que hay en el mundo. La violencia artificial y poética que inunda los medios de comunicación y el ocio de pequeños y mayores provoca que todo parezca un videojuego, evoca a que lo que aparece en las pantallas no es del todo real.
Nos enfrentamos a momentos cruciales del nuevo ciclo, tras el ataque en París y a la vista de las noticias se espera una reacción inmediata, se habla de pacto antiyihadista, el resto del ciclo ya lo hemos descrito. A esto hay que añadir las reformas en caliente que se esperan, reducción de las libertades y la privacidad del ciudadano, mayor poder de la fuerza e intervención a la sociedad civil, esta es una doble deriva de ataque contra la población donde se esconde el terrorista y la propia sociedad atacada. Esta acción deslegitima a la vez nuestro estado de derecho y nos desplaza hacia un estado autoritario y autocrático, tal y como es el del adversario.
Pese a la inspiración hollywoodiense que nos atormenta a diario, no existen las guerras buenas, ni justas, sin embargo, para una potencia dominante como es la nuestra sí hay una guerra efectiva o provechosa frente a una intervención equivocada que menoscaba nuestros intereses. Por lo tanto no es, en mi opinión, una cuestión de realizar o no una intervención militar, la importancia reside en la forma y el momento de intervenir. El factor clave es invertir el ciclo que una y otra vez se viene repitiendo durante las últimas décadas y cuya amplitud es cada vez mayor.
Era impensable en los noventa que un grupo insurgente de este tipo aspirara a dominar un territorio de forma permanente (y menos de un tamaño dos veces el Reino Unido) y disponer de simpatizantes nacidos y educados en las sociedades enemigas. Añadido a esto, en las sociedades dominantes adquieren cada vez más voz colectivos que de forma totalmente inconsciente abogan por la desmilitarización e instan a sus gobernantes a desmovilizar la inversión en defensa y seguridad. Por otro lado, los dirigentes se mueven por intereses cortoplacistas y electoralistas mientras que en la ciudadanía no se valora el trabajo de miles de personas que arriesgan su vida para que podamos vivir en nuestra falsa sensación de completa seguridad.
Es por tanto vital que los estados de derecho reaccionen de forma efectiva contra las entidades terroristas, se puede mantener el estado de derecho y las libertades, fomentar la igualdad y la integración en las sociedades occidentales y establecer un plan de reconstrucción, educación y crecimiento de los países donde el terrorismo se aloja. En lo que a las intervenciones militares se refiere, éstas han de ser planificadas y con objetivos de carácter estratégico y regional y por supuesto no responder a ataques previos. Los ataques más efectivos son los que más riesgo y planificación suponen: mesurados y a pequeña escala, basados en información y guerra igualitaria, por duro que sea, en el terreno enemigo.
Estas medidas, y otras muchas que se me escapan, exigen de una coordinación entre países así como de una visión estratégica, las sociedades democráticas occidentales, unidas otras consolidadas en oriente medio y extremo oriente, han de ser las que lideren esta estrategia. Para ello, se necesita de tiempo, dosis inagotables de diplomacia y contrarrestar intereses locales por otros supranacionales. No hace falta describir la dificultad que entrañan si quiera iniciar cualquiera de estas medidas.
El mundo está en guerra y Europa, por tanto, también. La violencia política está aumentando de forma lenta pero creciente en muchos lugares del planeta, el extremismo islamista en oriente medio es sólo uno de los conflictos que de forma inminente acecharán el status quo mundial. Hay otros: tensiones en las rutas comerciales marítimas del pacífico, la necesidad del petróleo y otros recursos de las nuevas potencias mundiales, las tensiones regionales en la zona septentrional, la contaminación y un largo etcétera de potenciales conflictos que determinarán el siglo XXI. Está en nuestra mano evitar que lleguen a un conflicto a gran escala y también es nuestra responsabilidad estar preparados para ello.
Foto: El País